lunes, 29 de octubre de 2012

1 - El trabajo diario



Imagen del reclamo que hacía un comerciante
en la puerta de su tienda, en los porches
del Mercado Central



El trabajo diario



Para la mayor parte de estos habitantes que no tenían un oficio específico, el trabajo diario era exclusivamente agrícola o ganadero.

Las labores del campo todavía las realizaban con herramientas rudimentarias que evocaban tiempos pasados, lo cual hacía la labor más dura y penosa. Aún se utilizaban los arados romanos de madera, en los que sólo era de hierro la reja y casi todas las tareas se hacían a mano, ayudados con caballerías, burros y vacas.

Se practicaba el sistema de siembra alternativa, conocido desde la más remota antigüedad. La experiencia de los agricultores más ancestrales les había informado sobre sus observaciones y por ellas sabían que la siembra de un producto determinado era más abundante si se hacía detrás de otro  específico. Y también, de vez en cuando, se dejaban descansar los campos, baldíos, sin sembrar nada durante un año, es decir, en barbecho. Todo esto había sido transmitido a lo largo de generaciones.

Tampoco se utilizaban fertilizantes químicos, desconocidos aún en estas latitudes, por lo que el único abono que se usaba, para disminuir en lo posible el degradado de la tierra, era el estiércol, más conocido como fiemo. Pero incluso éste, al no existir en abundancia, las tierras ya de por sí pobres por naturaleza,  a pesar de practicarse el barbecho, es decir, el año y vez, estaban esquilmadas por las sucesivas cosechas. El resultado conseguido era que la producción era poco generosa en relación al esfuerzo invertido. Con estos condicionantes tan adversos en contra de uno mismo, la realidad era que había que estar todo el año trabajando, para obtener unos resultados precarios que no compensaban la dureza y el esfuerzo proporcionados.

El cereal era la mayor riqueza de una familia y la época de la recolección la etapa más temida de todas. Era necesario realizar muchos trabajos, todos de un gran esfuerzo, en el menor tiempo posible. Desde que se iniciaba la siega con hoces o dallas, hasta que el trigo se almacenaba en los graneros, transcurría poco tiempo, pero ya había sido necesario realizar el acarreo de la mies desde el campo a la era, la trilla, el aventado, la recogida del trigo en sacos y el transporte hasta la casa. La realización de todas estas operaciones había requerido trabajar muchas horas, con gran esfuerzo, “a lomo caliente”, todas las personas de la casa, y más que hubiera habido. Todas estas tareas realizadas a su debido tiempo, antes de que una climatología adversa, sobre todo alguna tormenta con granizo, arruinase el trabajo de todo un año y una buena parte de la subsistencia del siguiente.

Como se puede precisar por lo expuesto, todas las personas de la familia, que solía ser numerosa, como si de una colmena se tratase, tenían que colaborar cada una con relación a sus fuerzas a la consecución del trabajo, puesto que era una necesidad de carácter ineludible. Incluso los niños abandonaban la escuela a los pocos años para ayudar en algunos trabajos muy específicos, reservados a ellos casi en exclusiva. A este respecto recomiendo ver la película de los hermanos Taviani, Padre, padrone (es decir, padre y patrón), donde amplían el tema sobre el trabajo infantil.

Algunas haciendas, bien porque no tenían hijos o bien porque se lo podían permitir, contrataban algún jornalero para liberar del trabajo a algún miembro de la familia.
        
Por el contrario otros hombres, antes de empezar los trabajos para la recolección de su propia cosecha o una vez terminada, dependiendo del terreno a donde iban, se desplazaban en cuadrillas a ayudar a la recolección en otras tierras como la Hoya de Huesca, los Monegros o la zona Molina de Aragón. Y en la década de los sesenta, había personas que se desplazaban a Zaragoza para trabajar en la campaña de la remolacha e incluso a Francia a la vendimia. De esta forma ganaban un complemento pecuniario que muchas veces resolvía la precaria economía familiar, pero pagado con creces en base al esfuerzo personal, con renuncias a gustos propios, con muchas dificultades y como complemento el sufrimiento que suponía la separación temporal de la familia.

En la actualidad, las máquinas han liberado a las personas de estos descomunales esfuerzos que se necesitaban para sobrevivir, muchas veces precariamente. Con pocos trabajadores y escaso esfuerzo, estos gigantes de la mecánica, ayudan al aumento de la productividad de estas tierras, que aunque pobres, les permite a los pocos que han quedado vivir con dignidad, incluso mejor que otros que emigraron en tiempos pasados.

Este pueblo que superó los quinientos habitantes, hoy no llegan a los cien censados y de los pocos que quedan la mayoría son jubilados.



2 - El molinero






Esto son los restos del Molino Alto


Los oficios en general

El Fuero de Teruel nos da una información muy interesante sobre los oficios que se desempeñaban en los siglos XII y XIII. En él ya se legisla sobre los de pastores de vacas y ovejas, rabadanes, cabañeros, vaquerizos, cabreros, boyeros, porquerizos, duleros, exeas (eran los que transportaban las mercancías de un lugar a otro y a su cargo estaban los arrieros), molineros, horneros, hortelanos, mesegueros (los que cuidaban los sembrados y protegían las mieses), plateros y orfebres, zapateros, pellejeros, sastres, tejedores, bataneros, vinateros, leñadores, ladrilleros y tejeros, olleros, carniceros, pescaderos, mercaderes y revendedores.
        
Esta enumeración puede servirnos de guía para nuestro pueblo, aunque la mayor parte de ellos han desaparecido, al faltar las necesidades que los crearon. 

El molinero

Desde tiempos remotos, el molino era una empresa, muchas veces propiedad real y otras de realengo, propiedad de la nobleza, quien controlaba, como casi siempre en la historia, la riqueza y los bienes más elementales de las clases más desposeídas pero siempre también las más numerosas. Así sucedía con el pan y la harina, lo mismo que con el agua, la caza, el pontaje y muchas cosas más. Era la forma establecida a la fuerza para que los poderosos pudieran llevar una vida regalada, sin que les faltara la mejor comida y los mejores festines. Esto no es nada nuevo, ya que todo sigue más o menos igual.

Esto no implica para que el molinero antiguo, el trabajador del molino, llevara la vida de un esclavo, viviendo dentro del molino, casi siempre con su familia, y trabajando a todas horas, las que fueran necesarias - a full time, como diríamos ahora-, ya que la faena dependía del llenado de las balsas de agua para poder moler.

Después de este paréntesis, cuando los molinos ya eran de propiedad privada, pero siempre de ricos, como el resto de los negocios, eran tendentes a las transacciones comerciales y se alquilaban o se vendían. En el caso del molino de Cucalón, he sentido la tentación de hacer figurar en este trabajo, el anuncio que encontré en La Voz de Aragón del 31 de marzo de 1931, que decía:

Se arrienda desde el día o vende el molino de harinas y sus tierras de Cucalón (Teruel). Informes, señor maestro nacional de Torralvilla (Zaragoza).

Me estoy alargando en este punto un poco más de lo previsto. No obstante, vamos a precisar sus funciones explicando para los jóvenes cómo hacían sus madres o abuelas el pan que se comía diariamente y que hoy llamamos artesano.

La fabricación del pan en el medio rural aragonés y más específicamente en la comarca del Campo de Romanos, al menos hasta la década de los años 60, se realizó por el mismo procedimiento empleado a lo largo de sus vidas por todas las generaciones que habitaron esta zona. Incluso para la realización de las partes que se pueden considerar más industriales, como el molino, el torno de cerner o el horno de cocer y que hubieran sido propicias a alguna innovación, creo que eran tan rudimentarias en las fechas que yo las conocí, como lo serían durante varias centurias anteriores durante la época árabe o medieval.

En esta ocupación de fabricar el pan, como en casi todas las más elementales dedicadas a la subsistencia, intervenían cada uno de los miembros de la unidad familiar, en función de su edad, sexo y fortaleza, como en casi todos los trabajos rurales. Había una parte de trabajo duro y cotidiano y otra de ritual, en el que la mujer, generalmente joven, oficiaba de alquimista y hechicera para darle al pan con su toque personal el color, sabor y contextura que había de tener como obra finalizada y elemento básico en la alimentación diaria de una familia. Y este sello, además del externo en cuanto a formas y dibujos, diferenciaba los panes de unas casas a otras.
        
El proceso fase a fase, era el siguiente:

Moler el trigo

El molinero era aquél joven enharinado que hacía rodar la muela volandera sobre la solera transformando los granos en harina. Recorría la acequia al ponerse el sol tapando todos los "aguateles" para que el agua llegase sin pérdidas a las balsas de los molinos. Aquí había dos: el Alto y el Bajo. Por las mañanas los ponía en marcha y los agricultores podían regar sus fincas.

Para ampliar estos datos podemos leer el magnífico artículo titulado El pan y su influencia en Aragón, por Rafael Montal Montesa (Cuadernos de Aragón nº 24, Institución Fernando el Católico (C.S.I.C.), Zaragoza, 1997).
        
En la página 113 ("Conociendo de cerca un molino y un horno.- Un día moliendo en Cucalón") nos indica que los datos para este apartado se los ha facilitado muy amablemente el último molinero de Cucalón, Joaquín López Crespo, "artesano ejemplar de la molinería desde 1940, cuando Cucalón contaba con más de 170 familias, hasta 1960".

En otro párrafo dice que "un día normal de los comprendidos entre los meses de Diciembre a Marzo, era de un trabajo continuo; durante las 24 horas del día no se descansaba, ya que los caudales de agua eran lo suficientemente importantes para no dejar de moler. El trabajo se hacía distinto el resto del año, donde generalmente solo se molía de 6 a 8 de la mañana y de 6 a 8 de la tarde, tiempo que duraba el vaciado de las balsas de agua.

El molino situado en las afueras del pueblo, lo regentaban los miembros de una misma familia en régimen de alquiler, satisfaciendo la cantidad de 300 pesetas en los años cuarenta".

A su vez el molinero cobraba por "realizar el trabajo de moler, bien cuatro kilos de grano por saco de 70 Kg., o cuatro pesetas por saco, fórmula comercial menos frecuente".

En otro párrafo confiesa Joaquín que en aquella época se molía:

Trigo: para elaborar pan.
Garbanzos: para alimento de personas.
Maíz blanco: para cocinar las gachas.
Centeno: para alimento de personas y cerdos.
Almorta: para alimento de personas y cerdos.
Avena: para alimento de cerdos.
Cebada para alimento de cerdos.
Guijones: para alimento de cerdos.
Yeros: para alimento de ganado vacuno.
Braza: para alimento de ganado vacuno
Lenteja negra: para alimento de ganado vacuno.

Una vez molido el trigo, cada propietario se encargaba de trasportarlo con una caballería a su domicilio.
        
En la actualidad el Molino Alto está derruido y las balsas cegadas por la maleza. El Molino Bajo ha sido adaptado como vivienda y destinado a residencia de verano por sus propietarios.

3 - Elaboración del pan (1)



Fotografía tomada de Internet


Elaboración del pan (1)


Una vez la harina en casa eran necesarias una serie de faenas previas hasta la elaboración del pan.

Cerner

Según la definición de la Academia, cerner es

“Separar con el cedazo la harina del salvado, o cualquier otra materia reducida a polvo, de suerte que lo más grueso quede sobre la tela, y lo sutil caiga al sitio destinado para recogerlo".

Pues bien, una vez la harina en el domicilio, la víspera del día que se va a amasar, se efectúa el cernido, bien con el torno, en las casas que lo había o bien directamente con el cedazo sobre la misma artesa.

Si se usaba el torno, la harina se echaba por la boca con un capazo y mediante la manivela se cernía, cayendo en tres compartimentos: el salvado grueso era para los tocinos, gallinas o animales en general; el salvado del segundo cajón igualmente para los animales; y el salvado fino o tercerilla para usos domésticos, tales como para mezclarlo en las farinetas, o para echarlo en la panera con el fin de que no se pegara la masa. La flor de la harina era para pan y caía dentro de la artesa.

En el caso de usar el cedazo, la harina caía directamente en la artesa y se separaba el salvado, manualmente, para los usos indicados.

Era un trabajo propiamente femenino y más bien de viejas, aunque se quisiera aparentar lo contrario, por cuanto no se necesitaba de un esfuerzo desmesurado. Esta coplilla lo dice todo:

Mi madre cierne
y yo m'enfarino
p'aque digan los mozos
que yo he cernido.

Posteriormente, cuando la harina era de fábrica y no del molino, ya no se precisaba cerner.

Hacer la levadura

Sobre las siete o las ocho de la noche se preparaba la levadura, a partir del creciento, que era un puñado de masa procedente de la última amasadura y que se guardaba en una cazuela. Algunas veces se conservaban para este fin las raspaduras de masa que quedaban en los maseros. El creciento no debía ser excesivamente viejo, ya que se formaba a veces una costra en la parte exterior de la masa que lo hacía difícilmente aprovechable si el contenido estaba demasiado reseco. Era norma habitual pedirlo a los parientes o vecinos, para que fuera lo más reciente posible, pues incluso la palabra creciento había derivado en la de reciento, para dar a entender la importancia que tenía que este fermento estuviera en las mejores condiciones posibles.


Por tanto, esta masa fermentada se vertía en un lado de la artesa y mediante un puchero de agua templada, añadiendo la harina adecuada, se amasaba para formar la primera levadura, sobre la que se iba a realizar el resto de la amasada. Este pequeño montón de masa, se tapaba con algún paño o con el propio tape de la artesa y se dejaba fermentar durante seis o siete horas.

Amasar

Sobre la una y media o dos de la madrugada, se inspeccionaba la levadura y si ya estaba en su punto, se procedía a amasar. Previamente se preparaban cinco o seis litros de agua caliente, dependiendo de la cantidad de pan que se deseaba hacer. Lo normal era elaborar el suficiente para ocho o diez días, según el número de componentes de la familia, con la finalidad de que durase el mayor número de jornadas posible pero sin llegar a florecerse.

Teniendo en cuenta que tenemos la levadura en un lado de la artesa y el resto de ella está llena de harina, se vuelca el primer puchero de agua tibia sobre la levadura, se añade la harina correspondiente y se empieza a amasar con las manos. El resto, dependiendo de la cantidad de masa que se desee, consiste en ir añadiendo agua y harina y amasando constantemente, diluyendo en el último puchero de agua la sal correspondiente al gusto de cada familia. Este trabajo duraba unas dos horas.

Al terminar de amasar, se preparaba una cesta –ya llamada de horno por el tamaño- poniendo en el fondo las marreguillas de lana y encima los maseros de lienzo, de forma que cuelgue lo sobrante por fuera de la cesta para la ulterior envoltura de la masa. Se echaba la masa sobre los maseros y se envolvía con ellos en primer lugar, para hacerlo posteriormente con las marreguillas como última capa del envoltorio. Se dejaba reposar durante varias horas en el banco de la cocina, e incluso en un cobertizo al calor de los animales, hasta que la masa hubiera subido lo suficiente para llevarla al horno. Para comprobarlo, se hacía un hoyo en la masa con los puños y cuando éste subía hasta recuperarse, significaba que la masa ya estaba preparada.





4 - Elaboración del pan (2)






Elaboración del pan (2)

El horno, el hornero y la hornera

El horno era común, de propiedad pública y lo administraba el Ayuntamiento sacando su aprovechamiento a subasta anual al mejor postor. Era normal que acudieran a la subasta las familias más humildes, generalmente con muchos hijos y pocas tierras, con el fin de asegurarse el suministro de pan para el año. Como normalmente eran siempre las mismas familias quienes lo administraban, poseían una gran destreza por su experiencia en la profesión.

El suministro de leña al horno, se hacía por turno entre los vecinos, de forma que cada día le correspondía a una o dos familias hacer el acopio de la leña adecuada, la calda, que se almacenaba durante la tarde del día anterior en un espacio cercano reservado al efecto. Como en esta época el pueblo contaba con unas 150 familias, a cada una le tocaba el turno un par de veces al año, o un poco más, aunque a las viudas sin familia se les dispensaba de parte de esta obligación haciéndolo solamente una vez.

El hornero era el responsable durante toda la jornada de su mantenimiento, para lo que era necesario limpiarlo, sacando las cenizas del día anterior, encenderlo, poniendo las lumbreras al anochecer e introducir y quemar la leña que le habían preparado a tal efecto. Y además debía sostener el fuego sin apagar para que conservara la temperatura adecuada, con el fin de que estuviera a punto en las primeras horas de la mañana, cuando empezaban a acudir a cocer las amasadoras que hubiera ese día. Para no perder calorías, bajada la puerta de la boca del horno que caía como una tajadera accionada por una palanca y taponaba con cenizas amasadas todas las grietas e intersticios que quedaban.

Por este trabajo cobraba a las amasadoras del día a razón de un pan por cada treinta cocidos, o la proporción correspondiente cuando no eran cantidades exactas. Estos panes eran conocidos como poyas (R.A.E.: Derecho que se pagaba en pan o en dinero, en el horno común).

Igual que el hornero, también recibían la poya los que durante la semana habían hecho el aporte de leña. El pago de este tributo también era en la misma cuantía, es decir, un pan por cada treintena amasada, pero el reparto de estas poyas se hacía los sábados, entre todos los que habían participado durante la semana, con el fin de que fuera lo más equitativo posible, independientemente de las mujeres que hubieran amasado en cada uno de los días.

Adelgazar

Pues bien, cada mujer acudía al horno con su cesta, que contenía unos treinta o cuarenta kilos de masa, todavía en proceso de fermentación, debidamente tapada con las marreguillas y los maseros. Para su trasporte hasta el horno a veces las mujeres se servían de los palos. Se trataba de un armazón de madera parecido a las andas, consistente en dos varas paralelas y horizontales y cruzado por otras dos en el centro, que quedaba abierto, para llevar entre dos porteadores objetos troncocónicos, como por ejemplo la cesta del horno. Ya en el recinto y con la ayuda de alguien, se procedía a volcar el contenido de la cesta en uno de los diversos tableros de madera existentes al efecto, para proceder a la elaboración de los panes.

Se llamaba adelgazar al acto de ir cogiendo puñados de masa para trabajarla individualmente, añadiéndoles harina para que no se pegara a las manos y dándoles la forma que posteriormente habían de tener como panes de pintera, de cinta, de peineta, etc., dejándolos todavía entre pliegues que se hacían en los maseros, para que terminasen de fermentar de nuevo e individualmente y no se pegasen unos con otros. Las cañadas, aquí llamadas bollos, no se adelgazaban.

La pintera era un molde redondo de hojalata con figuras geométricas, formando las mil y una florituras que se le habían ocurrido al hojalatero en el momento de su fabricación. Iba provisto de un mango del mismo material para poder presionar los dibujos del molde sobre la masa y dejar la marca inequívoca de su propietaria. O bien, independientemente, antes de ponerlos en las paneras cada mujer les añadía una marca, en base a pellizcos, rajas, canutos o cañas, a modo de firma, con lo cual se evitaba cualquier tipo de confusión en su correcta identificación.

La cocción

La panera consistía en una tabla gruesa de madera, que se empleaba a modo de bandeja con el fin de trasportar varios panes –de 2 a 4- desde el tablero hasta la boca del horno de una sola vez. La masa de estos panes se colocaba sobre un lecho de harina mezclada con un poco de salvado con el fin de que los panes resbalasen con mayor facilidad al posarlos sobre la pala.

Los trabajos de vigilar la cocción y los de introducir y sacar los panes del horno con la larga pala los realizaba la hornera.

En este punto, necesito hacer una pequeña observación.
En esta sociedad rural, tan machista y tan patriarcal, los trabajos estaban debidamente delimitados por géneros. A nadie le agradaba que le llamaran mariquita por ir a por agua a la fuente, tratándose de un trabajo propiamente femenino o que le descubrieran haciendo calceta o fregando los cacharros. Son sólo ejemplos de una forma de sociedad ya desaparecida. Por tanto, las faenas propias del hornero las realizaba el hornero y las propias de la hornera las realizaba la hornera y esto era así.

Continuamos. Pues bien, en primer lugar se colocaba el contenido de las paneras en la pala de la hornera, la cual los introducía en el horno, para sacarlos posteriormente ya cocidos y depositarlos totalmente calientes sobre las losas situadas junto a la boca del horno, a la espera de que los retirasen sus propietarias.

         Una vez de nuevo colocado el pan ya cocido en el tablero de cada amasadora, las que lo deseaban y como colofón a la obra terminada, frotaban los panes con un trozo de astracán, que es la piel de un cordero nonato o recién nacido, muy fina y con el pelo rizado, previamente untado en aceite. De esta forma se le acentuaba a cada pan el brillo y la textura para hacerlo más apetitoso.

         Además de los panes, también se hacían tortas, tortas escaldadas, rollos (roscones), coscaranas, mantecados, magdalenas, bizcochos, brazos de gitano o "culecas" de Pascua, pero esta repostería solamente llegaba a los hogares en fechas muy señaladas, principalmente en las Fiestas.

5 - El carretero-carpintero, herrero... y otros







Los oficios (continuación)

        


El carretero-carpintero
        
El tío Ignacio, ayudado por su yerno Adolfo, fue el último carretero del pueblo a quien yo conocí y ya era hijo de otro carretero: el tío Felipe Paricio.

Ahora, después del paso del tiempo, me produce cierto placer evocar en mi memoria aquellos carros recién terminados, con los teleros pintados de colores, dominando el rojo y el azul y con arabescos en las varas, en los zoquetes del freno y en los travesaños. Como colofón, aparte de su hermosa terminación, era fundamental que al rodar, las ruedas emitiesen un buen sonido al girar sobre el buje. A esto se le denominaba "cantar" y más de uno reconocía a su carro, sin necesidad de verlo, por el canto que emitía al rodar. Además de carros, hacía puertas, ventanas y todo lo concerniente al trabajo de carpintería con madera, incluso los ataúdes para el viaje definitivo.

Al cambiar las caballerías por los tractores, desaparecieron los carros y la carretería la reciclan sus dueños en un  taller mecánico. Hoy, con la jubilación de Adolfo, incluso este taller puede darse por desaparecido.

El herrero

Este oficio, por su trato con el fuego y el hierro, siempre ha tenido a través de las distintas civilizaciones, una cierta connotación esotérica, hasta el punto de hacer decir a ciertos autores de temas herméticos, que los herreros son los descendientes de Caín que se esparcieron por toda la tierra, dando origen a la edad de los metales, como únicos conocedores de este arcano. Dentro de la cultura anglosajona es considerado como un oficio de los malditos, de ahí que herrero se traduce en inglés, de forma despectiva, como "blacksmith".

Independientemente de este mito, bien es verdad que la fragua siempre ha sido un punto de atracción para los mayores, pero principalmente para los niños. Todavía oigo en mi recuerdo el  acompasado tintineo del martillo al golpear sobre el hierro candente apoyado en el yunque y veo las chispas que se desprendían y se volatilizaban en el aire al poco de salir. Y escucho el ronco gorgoteo que producía el rojo hierro al ser introducido en el agua, para su temple y enfriamiento. Cuentan las leyendas, que los romanos se sorprendieron cuando conquistaron Hispania de que las espadas de los celtíberos eran más fuertes que las suyas y esto era debido a que los herreros de aquellos hispanos, cuando estaban al rojo, las templaban introduciéndolas en los cuerpos de sus prisioneros.
        
En nuestro caso, sólo nos ha quedado el edificio de la fragua como único testimonio de lo que antecede y cuando pasamos junto a ella, todavía nos imaginamos colgados en la pared de dentro aquellos manojos de medias cañas, con muescas marcadas a fuego, que recordaban a cada vecino los trabajos realizados y pendientes de pago. Era la sencilla contabilidad que nunca le fallaba al tío Valero, el último representante que tuvimos de este oficio.  La mecanización del campo originó su desaparición, tal como sucedió con otros oficios, puesto que ya no había caballerías para herrar, barrones para aguzar, ni aladros para cambiarles la reja.

El albañil

Es también uno de los oficios más viejos del mundo, formando en la antigüedad un gremio relativamente esotérico. Con  el fin de evitar injerencias de otras personas ajenas a su trabajo, hablaban jergas propias, como la Xiriga de los tejeros asturianos, con el fin de que la gente no entendiera sus palabras. O como los símbolos impenetrables que los canteros medievales realizaban en las piedras que empleaban para la construcción de catedrales. De esta forma limitaban la transmisión de sus conocimientos exclusivamente a sus discípulos. De ahí que se les relacionase con el gnosticismo antiguo y por tanto con la masonería.

El tío Rafael, más conocido como el tío Albañil -sin tratar de relacionarlo con lo que acabamos de decir en el párrafo anterior-, fue un gran profesional y el último de este oficio en el pueblo en trabajar en el estilo arcaico, es decir, con piedra y barro, dejando constancia de sus obras con algunas casas que todavía podemos contemplar. Son casas amplias, sólidas, que aguantan el paso del tiempo en cuanto a la robustez de sus cimientos y paredes maestras. El ejemplo que podemos dar es la suya propia, de la que todavía recuerdo cuando la levantó sobre el solar, de una pequeña y vieja existente.

El alguacil y pregonero

En el Fuero de Teruel se contempla este cargo público, que no oficio, con la denominación de sayón y era el encargado de notificar a los vecinos las órdenes del Concejo y del Juez y la de anunciar las mercancías que se le entregaban para su venta. Tenía una paga anual de 60 sueldos y por cada pregón "extra" percibía un dinero y una comisión sobre la venta de la mercancía. En el artículo 129 del referido Fuero se puede leer lo siguiente:

"[...] cuando venda un moro, perciba de derecho doce dineros. De veinte carneros, ovejas, cabras, e incluso, de veinte machos cabríos, perciba doce dineros, y de un caballo doce dineros; de yegua, rocín o de toda bestia caballar, ocho dineros; de buey, vaca, asno o asna, seis dineros" (Cómo Teruel fue ciudad, Equipo de redacción, CAI 100, Zaragoza, 2000).

Hasta no hace muchos años aquí en nuestro pueblo funcionaba tal cual indica el Fuero de Teruel, si exceptuamos las remuneraciones y algunas de sus causas. Todavía recordamos a la tía Vicenta, nuestra típica "alguacila" de la mitad del siglo, cantando aquellos famosos bandos por todas las esquinas del pueblo, llamando la atención del vecindario por medio de su trompeta de sonido inconfundible, que hacía salir a la gente a las puertas de las casas para oír el contenido del pregón. Posteriormente la sustituiría la María o alguno de sus hijos.
        
Ya sólo se oyen pregones en contadas ocasiones y éstas para comunicar al personal de que algo se vende en la plaza. Y últimamente ni eso, ya que los vendedores saben anunciar su llegada con el estridente sonido del claxon de sus furgonetas.

El sacristán

En los primeros recuerdos que tengo sobre este cargo, era el tío Eusebio el que lo desempeñaba y posteriormente lo haría el tío Felipe. En un cierto momento trabajaron ambos a la vez, cada uno en sus peculiaridades más concretas, sin interferir cada uno en las especialidades del otro. Su trabajo consistía en el mantenimiento y la puesta a punto de todo lo concerniente a cualquier ceremonia eclesiástica: vino y agua para la misa, las pilas de agua bendita o la de bautizar siempre con líquido, las ropas adecuadas para cada celebración limpias y preparadas, las cruces y banderas de las procesiones a punto, cestillos para el pan bendito, ramos para el domingo de Ramos, iniciar los cánticos correspondientes a la celebración, los villancicos, los cantos fúnebres… y el repique de campanas.

El cartero

A principio de siglo se traía de Báguena la poca correspondencia que al pueblo llegaba. A partir de abril de 1933, fecha de inauguración del ferrocarril Zaragoza-Sagunto, la correspondencia se recibía por este medio, pasando el cartero a recogerla a Ferreruela de Huerva, al mismo tiempo que recogía la de Lanzuela y Bádenas. Los carteros de estos dos pueblos se desplazaban diariamente a Cucalón, donde recogían la que a cada cual correspondía. Durante muchos años, José Zarazaga fue el encargado de la cartería del pueblo  y a su muerte le sucedió su hijo Ramón, el cual fue el último cartero del pueblo. Con su jubilación desaparece la oficina y a partir de entonces el correo lo trae una furgoneta que hace el reparto a varios pueblos del contorno.

El cortante

Aunque en algunas partes de Aragón es conocido como matachín o mataire, en esta zona donde se asienta nuestro pueblo, al matarife siempre lo hemos denominado "el cortante". Y el tío Cortante era el apelativo que empleábamos en Cucalón para referirnos al tío José López.

Antes de desaparecer el oficio del pueblo, principalmente debido a la despoblación, todavía le sucedió su hijo, también llamado José López, quien ya fue el último cortante. A partir de esa fecha, las pocas familias que fueron quedando como residentes, si alguna de ellas todavía deseaba manipularse el tocino a la vieja usanza, lo compraban ya muerto en los mataderos cercanos y así se evitaban el engorro de su crianza a lo largo del año.

Teniendo en cuenta la cantidad de ofertas existentes en el mercado de productos manipulados del cerdo, desconozco si en la actualidad todavía quedan familias que siguen usando este método, pero si queda alguna es comprensible que desee hacerse los jamones, la conserva y todo tipo de embutidos a su gusto, de una forma artesanal.

domingo, 28 de octubre de 2012

6 - El esquilador, barbero, caminero...ambulantes








Fotografías tomadas de Internet
Los oficios (último)


El esquilador
        
Era costumbre cada cierto período de tiempo, supongo que para evitar sudores innecesarios a las caballerías, recortarles la pelambre por ambos lados del cuello y lomo hasta la mitad de la barriga, que eran las zonas en las que le ajustaban normalmente los arreos para casi todos los trabajos a realizar. Las colleras, tiros, zofras (correón que sostiene las varas del carro), albardas, bastes, etc. eran los elementos más usuales a colocarles.

Y el último esquilador de caballerías del pueblo, que fue el tío José Pellejero, era un virtuoso en este oficio para pelar las zonas indicadas y además, para rizar el rizo de su trabajo bien hecho, en las ancas y la cola les hacía unos dibujos geométricos que embellecían la estampa del animal, dejándoles un aspecto más fresco, más limpio y más elegante.

Los esquiladores de ovejas eran equipos de cuatro o cinco personas que procedentes de Lagueruela o de la Ribera*, se desplazaban por los pueblos limítrofes desempeñando este oficio. Para realizarlo necesitaban unas máquinas especiales movidas por manivelas, que eran accionadas por jóvenes con fuertes brazos. El pastor o el mismo dueño del ganado, iba trabando las ovejas por las patas, de una en una y las recogían los oficiales limitándose a raparlas con la máquina esquiladora, que situada en la punta de unos brazos articulados por rótulas, facilitaba el recorrido del cuerpo de la oveja inerme como si la estuvieran dibujando, para sacar el vellón en una sola pieza.

Los últimos esquiladores venían de Alcalá de la Selva, aunque éstos sólo esquilaban a tijera.

Era costumbre, que las casas que estaban de esquileo agasajaran a los visitantes con el "paniqueso", que aunque otrora fuese lo que su propio nombre indica, en la época de la que hablo consistía en un trozo de torta, mantecado o magdalena y una copa de anís o mistela.

* Denominábamos Ribera a cualquiera de los pueblos de la orilla del Jiloca, como Báguena, Burbáguena, Luco, San Martín, etc.

El barbero

No todos los hombres tenían los utensilios necesarios ni los conocimientos precisos para afeitarse por sí mismos, por lo que era habitual que acudiesen a la barbería cada cierto período de tiempo. Estos períodos variaban con los individuos, en función de su poder adquisitivo, su juventud o su visión particular sobre el aseo y la higiene, pero la realidad es que, en general, iban bastante mal afeitados. La última barbería, que también era la peluquería, fue regentada por José Salvo y sus hijos: Antonio, Emiliano y José.

El caminero

Era el encargado, dentro del término municipal, del mantenimiento y conservación de la carretera de tierra apisonada. Supongo que pertenecía a la Administración de Obras Públicas, por lo que llevaba “gorra de plato” como sinónimo de autoridad, ya que estaba autorizado a promover denuncias por infracciones viales, producidas por carros, caballerías o peatones, si alguien incumplía la normativa vigente de circulación que correspondía a estos caminos vecinales.

En nuestro término veíamos a diario al último caminero, el tío Victorino Conesa, en cualquier tramo de la carretera con sus utensilios habituales: espuerta de mimbre, pala y legona. Limpiaba las cunetas de hierbas y piedras, para que discurriese bien el agua de lluvia por su cauce y rellenaba los baches con tierra nueva que transportaba en su espuerta.

La pavimentación de las calzadas dio fin a este oficio. 

El pelaire, sastre, zapatero...
        
Desde que tengo uso de razón, estos oficios ya habían desaparecido de nuestro pueblo, aunque quedaban los apelativos para denominar a las familias de sus descendientes. No obstante, algunos todavía quedaban en los pueblos circundantes, a los que acudíamos si era necesario.

Los ambulantes

Estos eran una tropa de gente itinerante que venía habitualmente a intervalos de tiempo, a ofrecer sus servicios a la población, tales como el hojalatero, estañador y paragüero, capador, afilador, fabricante de fideos, comediantes...Algunos eran mendigos que vivían a medias entre su oficio y la caridad y pernoctaban en carromatos, pajares medio hundidos o en el pórtico de Santa Ana.

El más frecuente era el estañador que arreglaba estañando o poniendo parches, según el caso, a calderos, sartenes, ollas y fuentes esmaltadas de porcelana. A los pucheros de barro que por causa de algún golpe se habían rajado sin llegar a romperse, les ponía unas redecillas de alambre a su alrededor para hacerlos perdurar durante algún tiempo más.

Otro ambulante muy específico era el capador, el cual, solamente con su nombre, infundía en los niños un pánico cerval propagado y acrecentado por los mayores. Se anunciaba con su chiflo denominado castrapuercas (R.A.E. - Silbato compuesto de varios cañoncillos unidos, que usan los capadores para anunciarse) y su trabajo consistía en castrar o capar los cerdos pequeños que se iban a criar en el año, para facilitar su engorde.

Los afiladores también se anunciaban con un silbato similar.

De vez en cuando venía un señor a ofrecer sus servicios para la fabricación de fideos e instalaba su máquina en la casa donde iba a trabajar, durante una mañana o un día entero, según la cantidad a fabricar. Los fideos en masa tierna que salían de su máquina, las señoras que los habían encargado los subían al granero colgándolos sobre palos para su completo secado. En este punto, ya aptos para el consumo, eran almacenados en la despensa.

Existía también una "troupe" de comediantes, saltimbanquis, titiriteros, húngaros con osos, monos y cabras amaestradas, que venían periódicamente por esta zona para deleitarnos con sus habilidades por un módico precio de entrada.  Y acudíamos aquella noche la mayor parte de los vecinos, principalmente los chicos y jóvenes, al salón del tío Manolo provistos de nuestros propios asientos a presenciar el espectáculo.

Respecto a los comediantes, la más famosa por toda esta comarca era la “Compañía de Arturo”, esperado su retorno con nostalgia por la clientela cada temporada. Anunciaba su llegada tocando la trompeta, de cuyo instrumento era un virtuoso o así nos lo parecía en aquellos momentos.
Representaba alguna comedia o drama de aspecto rural, hacía juegos, contaba chistes y ejercicios de equilibrio, pero lo que más gustaba era lo que él llamaba "calentar los ejes", es decir, el baile. Normalmente finalizaba el acto con una rifa.

Algunos otros itinerantes, nos proyectaban sobre una sábana colocada en el salón ya nombrado, algunas películas de cine mudo protagonizadas por Charles Chaplin (Charlot), Buster Keaton (Pamplinas), Harry Langdon o Harold Lloyd, cuyos gag se prestaban al chiste fácil del cameraman que nos hacía reír, abusando de toda nuestra ingenuidad, siempre presta al asombro ante cualquier situación ridícula de los personajes.

Si lo analizásemos ahora, con la perspectiva y vivencias que da el paso del tiempo, probablemente nos parecería todo esto un tanto insignificante, pueril, ingenuo o simplón, pero en aquella época proporcionaba a nuestras vidas una nota de un color distinto al de la rutina diaria, tan monótona y aburrida, en la que estábamos irremisiblemente inmersos por la costumbre.